22:15.
Llegaba el momento. A pesar de que la noche estaba instalada
hace rato, de alguna manera, no lo quería reconocer. Entre gritos de gol y el
apuro de no olvidar nada (casi miedo), mi amigo me acusaba de colgar, por no
reservar un remís. Justo él, que quería que nos encontremos en la parada del
colectivo mientras yo tenía que cargar la heladerita y el fernet. Si, otra vez
tarde, pero acostumbrado. Nos encontramos con los pibes en la estación. Fuimos
a comprar hielo para cargar la heladera y comenzar el viaje. ¿50 pesos la
bolsa? Una animalada. No se puede más, esto se va al carajo. Pero a quien le
importa toda esa guita, nos vamos a ver al Indio.
23:38.
Quizás fue apresurado eso de “nos vamos”. Hacía una hora que
esperábamos el micro. Divisábamos en la avenida cualquier rodado parecido, pero
cuando se acercaban los negábamos. La duda de saber si lo que habíamos
contratado era real nos mantenía alerta. Algunos compañeros de viaje estaban
cerca. Ya aparecían las remeras de Los Redondos, los envases de cerveza, las
banderas y los cantos alusivos. A 340 kilómetros de Tandil, la manijeada comenzaba.
00:36.
Casi dos horas de espera para concretar el sueño. Miro por
la ventana y Escalada me devuelve sus últimas cuadras, pegadas a Banfield. No
es una despedida ni mucho menos, pero tiene sabor a viaje fuerte, a que por lo
menos no voy a volver igual. Eso lo torna intensamente interesante. “¿Armo un
fernet?”, pregunta mi amigo. Le sonrió con cara de agradecido. Si me voy a
descranear, que sea de fiesta.
03:30.
El bondi era un descontrol que parecía irse de las manos en
todo momento. Tras tardar horas para abandonar la civilización y entrar en la
ruta dura, los muchachos se habían metido de todo y era una fiesta de gritos y
pedidos. El piso, un rio de desperdicios que cada vez estaba peor, no paraba de
verlos pasar. El fernet bajaba, las ansias crecían. El Polaco, un barri animador
de fiestas, la agitaba haciendo chistes y alardeando de sus capacidades de
barrilete. Mientras sonaba La Renga, con mi amigo recordábamos pasajes de nuestra vida.
Como dos viejos de mierda que con casi 30 años creen que no hicieron mucho, pero
tampoco parecen hacer nada. Jugando a los vírgenes, la vida nos regala nuevas oportunidades.
04:55.
Después de varios fernet’s,
la charla perdía sentido minuto a minuto. El sueño nos atrapó a los
mayores de 25 sin sustancias. Era imposible seguir despierto y menos hablar
temas corrientes, cotidianos para el oído. La noche parecía decir que se iba a
quedar un rato más en el cielo, como los chicos cuando no quieren ir al
colegio. Para mi amigo y para mí, la noche no nos daba más. Lentamente fuimos
bajando la intensidad, cómplices de ojos cerrados, buscamos dormir mientras
otros bailaban.
06:37.
El sol me pegó en el medio de la frente. Mis ojos rojizos
del poco dormir apenas se abrieron. Parecía que estábamos cerca, que Tandil
estaba a minutos de ser una realidad. Los barris no pararon en todo el viaje.
Apenas pude dormir algo más de una hora. La cabeza me estallaba. De nada habían
servido los auriculares que usé para tapar los ruidos. Mí oído tenía una
sensación de rebote, de explosión. Sonaban fuerte los últimos temas de “El
tesoro de los inocentes”. El coordinador del micro vino a pedir un trago que le
suavice la dureza y se quedó colgado a la última línea de “Adieu bye bye“. Toda
una metáfora redonda, aunque dudo que sepa que quiso decir. Se olfateaba misa
ricotera, se aspiraban otras cosas. “No pude dormir nada”, bramó mi amigo con
cara de preocupación. Tranquilo hermano, sanemos estos dolores dulces, que
todavía falta para que salga el Indio y todo el año sea carnaval.
08:09.
El micro empezó a caminar por la ciudad, recontra copada de
gente que esperaba la noche para ver al ídolo. Algunos tirados al costado de la
ruta, dormidos en el piso, como si una bomba los hubiese destrozado y
aterrizaron ahí. Otros preparaban un fuego lento pero abrazador. La fresca
Tandil nos recibía con brisa y humo. Mientras el chofer daba vueltas para
encontrar el camping y la temperatura subía en el micro, el desfile de
personajes que me mostraban las calles me mantenía entretenido. La imagen de la
mañana: dos tipos mirando una carne que se cocía sobre un fuego a esa hora. El
desayuno podía ser un pedazo de entraña o una factura, lo importante era estar
ahí y de esa manera.
11:40.
Hacía casi dos horas que nos habíamos bajado del micro,
estacionado en la colectora, apenas en la entrada a Tandil. Después de
pasearnos por todos lados, el coordinador nos avisa que el camping estaba a 50
cuadras. Era imposible caminarlas con la heladerita cargada. Lo intentamos y
fracasamos. Nos quedamos en un cordón, debajo de la sombra fría de un árbol
grande, a media cuadra del colectivo. Mientras los barris y otros pasajeros
deliberaban de qué forma iban a matar al que nos vendió los pasajes con asado y
camping (un tal Gustavo viajes), nosotros mirábamos atónitos cómo se copaba la
ciudad. No estaba tan mal la calle, a mi me daba la sensación de retroceder a
años hermosos de la juventud, donde la única preocupación era que no te pise un
auto. En la colectora no pasaban coches, que mejor. Si, hubo algo mejor. Un
vecino se copó y puso “El tesoro de los inocentes”. No entendí de qué se
quejaban los pibes.
13:39.
Al rato la queja tuvo sentido: el estomagó gritaba
improperios vestidos de fernet. El alcohol de la noche anterior nos generó un
hueco que tuvimos que suplir con un sanguchito. Mientras unos de los barris
hacía de mecánico, solucionando el problema del motor, y yo me abrazaba con otro al escuchar el
ruido del colectivo, los pibes se ponían al sol como para arrancar una siesta
reparadora. Los barris pueden ser malos consejeros pero son buenos
negociadores. Con esa premisa a la cabeza consiguieron una parrilla de una obra
en construcción y tiramos unos choris. “Hay ceremonias en la tormenta”, dice el
Indio en una canción. Me puse a hablar con la gente, mi amigo me siguió. De
golpe estábamos en la misa, charlando y comiendo chori. Nuestro fernet hizo las
veces de unión con los que se acercaban. Cada vez faltaba menos para el
recital, cada vez entendía mas de cómo venía la mano.
15:00.
A esta altura ya éramos amigos de los barris. Nos
compartíamos el fernet como si fuera el cáliz de la sangre, el manjar preciado
que todos deben probar. Los choris nos habían unido y también nos dejaron
recalculando. El polaco lideraba el bloque barri, en el que el manijeo
aumentaba a medida que se acercaba la hora del recital. Era el líder por
personaje, pero también fue el principal negociador de la parrilla y el que
unió las partes. Quizás no nos hablábamos entre todos, pero todos nos
hablábamos con él. Después de un par de chistes sobre un vaso que teníamos, nos
empezó a elogiar por el fernet. Compartimos de su barro, le metimos hielo al
petróleo que nos convidó y le armamos un subuay. El fernet hermana a cualquiera,
viejo. El Pola parecía que no iba a cortar nunca la gira. A un costado de la
entrada, sobre la colectora, 20 monxs vivían como podían la misa. Entre risas
nos pusimos a hablar de la vida y confesó que llegó a pesar 130 kilos (eso
explicaba su cuerpo de ex gordo). En un rapto de inocencia mezclado con el
cansancio, le pregunté que comió para llegar a ese peso. “Nada”, me respondió
con una sonrisa y un gesto con los dedos. Me sentí un boludo. El Pola se rió.
Todos reímos.
16:26.
Uno de los pibes comenzó a fogonear la idea de una caminata
hasta el centro, unas 50 cuadras. Mi amigo y yo descansamos contra una pared
fresca por un rato. No teníamos ganas de caminar todo ese trayecto, estábamos a
10 cuadras del hipódromo donde sería el recital. Pero somos orgánicos, nos
prendemos de las ideas de un compañero por bancar nomás. Allá fuimos, con
cansancio y sueño. Sin ganas pero poniendo huevo. A las 20 cuadras no dábamos
más. Estábamos cerca de un puente peatonal y la muchachada la agitaba con el
pogo más grande del mundo. Volaban manos, remeras, patadas, botellas. Era una
locura no-linda. Nos frenamos, tampoco nos iban a dejar pasar así nomas. Sobre
la ruta principal la gente vendía desde remeras hasta gorras del Indio. Bebidas
de todos los colores, pero la birra y el vino estaban cabeza a cabeza. El
fernet es para armar, más casero. Mientras miraba a mí alrededor, un auto
intentó pasar por el puente. Un coche nuevo eh, de los que tienen facha. Había
de todo en Tandil, desde camionetas re caras hasta autos que apenas llegaron a
la ciudad. Eso habla de que todas las clases sociales, por distintas vías,
llegaron al Indio y lo siguen. Vuelvo al puente: tensión, el auto quiere pasar
y no lo dejan. Pronto un muchachoide grita “que pase, va a pagar peaje”. No
intuí nada, será por distraído o porque estaba absorto con el clima. Suena el
estribillo de “JiJiJi”, un loco salta al techo del auto, descontrol. Mucho para
mí, no me llamen para esto, somos todos redonditos, redonditos de ricota.
Pavadas no.
19:00.
Después de mil dudas en si rozar la no-masculinidad y llevar
una campera, o ser macho y dejarla, me decidí por no ser boludo y agarrar la
campera. Los ojos se me cerraban del cansancio, no tenía piernas para caminar
las diez cuadras. Dejamos el micro con la esperanza de que esté ahí cuando
volviéramos. La gente marchaba entre apurada y ansiosa a ver al ídolo, el tipo
por el que tanto recorrieron. Se remataban los últimos vinos, se meaban las
últimas paredes, sonaban los últimos temas con la guitarra de Skay a pleno,
algo que no sucederá (¿nunca más?). Mientras agacho la cabeza para que las
luces de la ruta no me golpeen de frente en la vista, voy pisando una y otra
latita. La ciudad era un mugrerío y solo algunos recogían sus basuras. Esas
cuadras hasta la entrada se me hicieron largas entre el polvillo, el “vamos a
volver” y la murga de los renegados. Me encontré con un compañero, lo abrasé
como si fuéramos carne y uña, como si estuviéramos en el trabajo, con la misma
felicidad. “Estoy de la boina”, aclaró. No se me ocurre otra manera de
sentirlo.
20:21.
Con solo decir que no entendíamos donde estaba el escenario
y donde estábamos nosotros debería alcanzar para graficar lo grande y lleno que
estaba el hipódromo. Era una dimensión ricotera dentro de Tandil. ¿Todos estos
serán Redonditos? ¿Cuánto careta vino par la selfie? ¿Cómo será el ninguneo que
nos pegarán los medios? Mientras charlaba de laburo con los pibes, pasaban los
apurados que querían verlo de cerca, los que venían de turistas, fantaseados
con todo, y las familias, que se nos acomodaban alrededor. Estaba a minutos de
mi primer encuentro con el tipo que me hizo cantar toda la adolescencia que
“vivir solo cuesta vida”, pero que me lo materializó en un fin de semana.
Recién en ese momento estuve ansioso.
21:15.
Faltaban 15 minutos para el horario estipulado, que suponía
que sería falso. De golpe, entre charlas de si sería el último recital o habría
uno más, si la policía es un buen laburo o la misma opción maligna de siempre,
aparece, entre gritos de fanáticos, el Indio. Solo, con las luces prendidas,
con un tono de persona mayor, hablando bajo. Me hizo recordar a Bayer o
Galasso, que cuando hablan, todos los
queremos escuchar. Pidió la palabra y confirmó su enfermedad. “Mister Parkinson
me está pisando los talones”, bromeó mientras la voz se le quebraba. Pensé que
iba a decir que estábamos en el último recital de su carrera, pero soltó un “no
me van a bajar tan fácil de los escenarios” y sonreímos. Pero hasta ahí, porque
el ídolo tiene Parkinson y eso no es cosa alegre. Continuó hablando de la
banda, los cambios que sufrió y prometió volver en un rato con el show. Me
aumentó la ansiedad, pero con un dejo de tristeza. Por más que salga el Indio,
ya no será todo el año carnaval.
21:30.
Puntual. El Indio es un ídolo puntual. Clavadas las 21:30 se
apagaron las luces y se escuchó la presentación. En ese momento me agarró un
tibio miedo, un cagazo emocionante. Me sumé a los gritos con la incertidumbre
de lo que vendría. Los primeros acordes de “Nuestro amo juega al esclavo” me
volaron la cabeza, al punto que no sabía que tema estaba sonando. Empecé a
gritar como un salvaje, con pasión, casi con locura. La primera frase me bajó a
tierra: “Mucha tropa riendo en las calles”. Pum, al mentón. De ahí a repensar
todo, a entender. A nunca claudicar en el conocimiento. El ídolo no solo nos
habla, sino que nos tira un mensaje cargado de política, de conciencia social.
Violencia es mentir se nos hace carne. Nos miramos con mi amigo y sonreímos,
mientras buscamos aire para nuestros cuerpos cansados. No sé si estaba pensando
lo mismo, pero lo vivía igual que yo.
23:34.
Después de dos horas de un gran recital, con momentos bien
redondos y otros tantos solistas, llegó el momento del pogo más grande del
mundo. Al cabo de “Flight 956” estábamos listos para revolear nuestros cuerpos.
Solo me quedaron las ganas de escuchar "To Beef or not to Beef", quizás el
momento era bueno, que sé yo. Pero no me podía quejar, el Indio estuvo
enchufado, dejó algunas perlas como “Es to to todo Amigos” para que nos
quememos el bocho en la semana y nos hizo bailar con “El Charro Chino”. Así
llegamos a "JiJiJi" y su virulenta locura. De golpe, con los primeros acordes,
toda la energía que me quedaba parecía querer huir de mi cuerpo. Con el
estribillo flipé, entré a saltar como un enajenado sin saber bien lo que hacía,
pero sin poder parar (ni querer hacerlo). Paramos para respirar y otra vez.
Agitados todos, nos encontramos riendo de la locura. Última y vibrante vez. Ya
está, se terminó y apenas respiraba. Lo di todo y no sé cuanto sentido tuvo. No
sé bien de qué trata la letra ni porque dice algunas cosas que dice. Lo que sabía
es que durante cuatro minutos salté sin sentido y estaba feliz. ¿Acaso la vida
no tiene mucho de eso?
23:42.
La gente se retiraba tranquila, caminaban y se abrazaban,
reían. De golpe los fuegos artificiales, grandes, acordes al acontecimiento.
Uno de los pibes apura, como si no pasara nada. Yo caminaba medio de costado
para ver los fuegos. Los demás hacen lo mismo. Miramos para atrás, tranquilos. Y
no solo es ese momento, es todo lo que nos pasó, lo que dejamos y nos llevamos
de la experiencia. Esto no es un recuerdo mortal, no es un cuadrito en el mar
de los pensamientos, esto es germen, es algo que se nos metió adentro. Quizás
nunca más lo volvamos a ver, quizás nosotros no nos volvamos a ver, pero ya
tenemos esto adentro. Otra forma de mirar, unos lentes a estrenar. Para
adelante estaba la vuelta durmiendo y la llegada al barrio con una charla en la
esquina con mi amigo, para cerrar la velada, para estirar ese momento y empezar
a saborearlo adentro. Pero la noche terminó cuando pudimos mirar para atrás y
no nos hicimos piedra. Al contrario, ese viaje redondo nos floreció.