domingo, 24 de abril de 2016

Walter

 Ayer salí a comprar y me encontré con Walter. Estaba tranquilo, caminaba por la plaza con sus jeans cortados. Sus cuarentipocos le sientan bien. Me saludó con un abrazo y me dijo que iba a ser un día hermoso. Se fue caminando por la vereda del sol.

 Cuando llegué a la ferretería me encontré de nuevo con Walter. Charlamos un poco del nuevo gobierno, de los despidos, del maldito protocolo de seguridad. Lo noté preocupado. Los fuertes ribetes neoliberales que manchan la política nacional le cambiaron los gestos. Estaba asustado. Los pibes fue su tema principal. Me saludó con un abrazo sentido, casi como no queriendo despegarse. Se metió ciego en la bruma y lo perdí.

 A la tarde me fui a tomar el bondi y me crucé otra vez a Walter. Triste y melancólico, casi no podía hablar. Se había encontrado con un amigo, que le contó que se iba a hacer policía. No supe que decirle, me quedé sin palabras. Quizás no es tan grave, son épocas difíciles. Pero a él le pega mal. Me dio un abrazo malo, escapando, casi corriendo.

 A la noche, después de que la tele me devuelva las imágenes del día, me encontré con Walter. Lo vi en cada pibe que es golpeado por la cana, en las políticas de ajuste que tanto criticaron desde sus letras los Redonditos, en cada  madre que pierde a su hijo. Walter está más vivo que nunca en los pibes, en esas madres y en cada recital redondo.

 Pero vuelve a morir cada vez que las políticas represivas, con complicidad de los medios de comunicación, piden seguridad y el estado les devuelve policías. Muere cuando lo fácil le gana al sueño, cuando la comodidad lo arriesga todo. Muere cada vez que lo olvidamos y decimos “algo habrá hecho”, porque Walter Bulacio, les juro, no hizo nada para morir.

 Murió cuando el comisario Esposito lo torturó, pero también cuando ese nefasto funcionario público solo fue juzgado por el delito de “privación ilegitima de la libertad”, porque, entre otras cosas, Walter era menor. La justicia también mató a Walter, olvidando por 22 años su causa, llevándola al abandono, banalizándola. Murió en la muerte de su padre, a quien la tristeza no lo dejó seguir.

 Lo mató la policía y lo volvió a hacer cuando mataron a Luciano y a Ismael, cuando mataron a Maxi y a Darío. Lo matan todos los días los medios, criminalizando a los pibes y a sus modas. Diferenciando a los nenes ricos, que son víctimas de las situaciones,  de los pibes de barrio, que buscan la muerte todo el tiempo. Y por eso mueren, porque “el que busca encuentra”.

 Antes de irme a dormir, apagué la tele. Escuché algo de música y pensé en él. Pensé en que mañana se cumplen 25 años de su muerte, en todos esos momentos donde lo recordamos, en su abuela y la lucha más hermosa, en los Redondos, en Skay y el Indio. Pensé en los pibes. Y hoy me levanté contento, porque ayer soñé con Walter.



miércoles, 6 de abril de 2016

Crónica del Indio en Tandil


22:15. 
Llegaba el momento. A pesar de que la noche estaba instalada hace rato, de alguna manera, no lo quería reconocer. Entre gritos de gol y el apuro de no olvidar nada (casi miedo), mi amigo me acusaba de colgar, por no reservar un remís. Justo él, que quería que nos encontremos en la parada del colectivo mientras yo tenía que cargar la heladerita y el fernet. Si, otra vez tarde, pero acostumbrado. Nos encontramos con los pibes en la estación. Fuimos a comprar hielo para cargar la heladera y comenzar el viaje. ¿50 pesos la bolsa? Una animalada. No se puede más, esto se va al carajo. Pero a quien le importa toda esa guita, nos vamos a ver al Indio.

23:38. 
Quizás fue apresurado eso de “nos vamos”. Hacía una hora que esperábamos el micro. Divisábamos en la avenida cualquier rodado parecido, pero cuando se acercaban los negábamos. La duda de saber si lo que habíamos contratado era real nos mantenía alerta. Algunos compañeros de viaje estaban cerca. Ya aparecían las remeras de Los Redondos, los envases de cerveza, las banderas y los cantos alusivos. A 340 kilómetros de Tandil, la manijeada comenzaba.

00:36. 
Casi dos horas de espera para concretar el sueño. Miro por la ventana y Escalada me devuelve sus últimas cuadras, pegadas a Banfield. No es una despedida ni mucho menos, pero tiene sabor a viaje fuerte, a que por lo menos no voy a volver igual. Eso lo torna intensamente interesante. “¿Armo un fernet?”, pregunta mi amigo. Le sonrió con cara de agradecido. Si me voy a descranear, que sea de fiesta.

03:30. 
El bondi era un descontrol que parecía irse de las manos en todo momento. Tras tardar horas para abandonar la civilización y entrar en la ruta dura, los muchachos se habían metido de todo y era una fiesta de gritos y pedidos. El piso, un rio de desperdicios que cada vez estaba peor, no paraba de verlos pasar. El fernet bajaba, las ansias crecían. El Polaco, un barri animador de fiestas, la agitaba haciendo chistes y alardeando de sus capacidades de barrilete. Mientras sonaba La Renga, con  mi amigo recordábamos pasajes de nuestra vida. Como dos viejos de mierda que con casi 30 años creen que no hicieron mucho, pero tampoco parecen hacer nada. Jugando a los vírgenes, la vida nos regala nuevas oportunidades.

04:55. 
Después de varios fernet’s,  la charla perdía sentido minuto a minuto. El sueño nos atrapó a los mayores de 25 sin sustancias. Era imposible seguir despierto y menos hablar temas corrientes, cotidianos para el oído. La noche parecía decir que se iba a quedar un rato más en el cielo, como los chicos cuando no quieren ir al colegio. Para mi amigo y para mí, la noche no nos daba más. Lentamente fuimos bajando la intensidad, cómplices de ojos cerrados, buscamos dormir mientras otros bailaban.

06:37. 
El sol me pegó en el medio de la frente. Mis ojos rojizos del poco dormir apenas se abrieron. Parecía que estábamos cerca, que Tandil estaba a minutos de ser una realidad. Los barris no pararon en todo el viaje. Apenas pude dormir algo más de una hora. La cabeza me estallaba. De nada habían servido los auriculares que usé para tapar los ruidos. Mí oído tenía una sensación de rebote, de explosión. Sonaban fuerte los últimos temas de “El tesoro de los inocentes”. El coordinador del micro vino a pedir un trago que le suavice la dureza y se quedó colgado a la última línea de “Adieu bye bye“. Toda una metáfora redonda, aunque dudo que sepa que quiso decir. Se olfateaba misa ricotera, se aspiraban otras cosas. “No pude dormir nada”, bramó mi amigo con cara de preocupación. Tranquilo hermano, sanemos estos dolores dulces, que todavía falta para que salga el Indio y todo el año sea carnaval.

08:09. 
El micro empezó a caminar por la ciudad, recontra copada de gente que esperaba la noche para ver al ídolo. Algunos tirados al costado de la ruta, dormidos en el piso, como si una bomba los hubiese destrozado y aterrizaron ahí. Otros preparaban un fuego lento pero abrazador. La fresca Tandil nos recibía con brisa y humo. Mientras el chofer daba vueltas para encontrar el camping y la temperatura subía en el micro, el desfile de personajes que me mostraban las calles me mantenía entretenido. La imagen de la mañana: dos tipos mirando una carne que se cocía sobre un fuego a esa hora. El desayuno podía ser un pedazo de entraña o una factura, lo importante era estar ahí y de esa manera.

11:40. 
Hacía casi dos horas que nos habíamos bajado del micro, estacionado en la colectora, apenas en la entrada a Tandil. Después de pasearnos por todos lados, el coordinador nos avisa que el camping estaba a 50 cuadras. Era imposible caminarlas con la heladerita cargada. Lo intentamos y fracasamos. Nos quedamos en un cordón, debajo de la sombra fría de un árbol grande, a media cuadra del colectivo. Mientras los barris y otros pasajeros deliberaban de qué forma iban a matar al que nos vendió los pasajes con asado y camping (un tal Gustavo viajes), nosotros mirábamos atónitos cómo se copaba la ciudad. No estaba tan mal la calle, a mi me daba la sensación de retroceder a años hermosos de la juventud, donde la única preocupación era que no te pise un auto. En la colectora no pasaban coches, que mejor. Si, hubo algo mejor. Un vecino se copó y puso “El tesoro de los inocentes”. No entendí de qué se quejaban los pibes.

13:39. 
Al rato la queja tuvo sentido: el estomagó gritaba improperios vestidos de fernet. El alcohol de la noche anterior nos generó un hueco que tuvimos que suplir con un sanguchito. Mientras unos de los barris hacía de mecánico, solucionando el problema del motor,  y yo me abrazaba con otro al escuchar el ruido del colectivo, los pibes se ponían al sol como para arrancar una siesta reparadora. Los barris pueden ser malos consejeros pero son buenos negociadores. Con esa premisa a la cabeza consiguieron una parrilla de una obra en construcción y tiramos unos choris. “Hay ceremonias en la tormenta”, dice el Indio en una canción. Me puse a hablar con la gente, mi amigo me siguió. De golpe estábamos en la misa, charlando y comiendo chori. Nuestro fernet hizo las veces de unión con los que se acercaban. Cada vez faltaba menos para el recital, cada vez entendía mas de cómo venía la mano.

15:00. 
A esta altura ya éramos amigos de los barris. Nos compartíamos el fernet como si fuera el cáliz de la sangre, el manjar preciado que todos deben probar. Los choris nos habían unido y también nos dejaron recalculando. El polaco lideraba el bloque barri, en el que el manijeo aumentaba a medida que se acercaba la hora del recital. Era el líder por personaje, pero también fue el principal negociador de la parrilla y el que unió las partes. Quizás no nos hablábamos entre todos, pero todos nos hablábamos con él. Después de un par de chistes sobre un vaso que teníamos, nos empezó a elogiar por el fernet. Compartimos de su barro, le metimos hielo al petróleo que nos convidó y le armamos un subuay. El fernet hermana a cualquiera, viejo. El Pola parecía que no iba a cortar nunca la gira. A un costado de la entrada, sobre la colectora, 20 monxs vivían como podían la misa. Entre risas nos pusimos a hablar de la vida y confesó que llegó a pesar 130 kilos (eso explicaba su cuerpo de ex gordo). En un rapto de inocencia mezclado con el cansancio, le pregunté que comió para llegar a ese peso. “Nada”, me respondió con una sonrisa y un gesto con los dedos. Me sentí un boludo. El Pola se rió. Todos reímos.

16:26. 
Uno de los pibes comenzó a fogonear la idea de una caminata hasta el centro, unas 50 cuadras. Mi amigo y yo descansamos contra una pared fresca por un rato. No teníamos ganas de caminar todo ese trayecto, estábamos a 10 cuadras del hipódromo donde sería el recital. Pero somos orgánicos, nos prendemos de las ideas de un compañero por bancar nomás. Allá fuimos, con cansancio y sueño. Sin ganas pero poniendo huevo. A las 20 cuadras no dábamos más. Estábamos cerca de un puente peatonal y la muchachada la agitaba con el pogo más grande del mundo. Volaban manos, remeras, patadas, botellas. Era una locura no-linda. Nos frenamos, tampoco nos iban a dejar pasar así nomas. Sobre la ruta principal la gente vendía desde remeras hasta gorras del Indio. Bebidas de todos los colores, pero la birra y el vino estaban cabeza a cabeza. El fernet es para armar, más casero. Mientras miraba a mí alrededor, un auto intentó pasar por el puente. Un coche nuevo eh, de los que tienen facha. Había de todo en Tandil, desde camionetas re caras hasta autos que apenas llegaron a la ciudad. Eso habla de que todas las clases sociales, por distintas vías, llegaron al Indio y lo siguen. Vuelvo al puente: tensión, el auto quiere pasar y no lo dejan. Pronto un muchachoide grita “que pase, va a pagar peaje”. No intuí nada, será por distraído o porque estaba absorto con el clima. Suena el estribillo de “JiJiJi”, un loco salta al techo del auto, descontrol. Mucho para mí, no me llamen para esto, somos todos redonditos, redonditos de ricota. Pavadas no.

19:00. 
Después de mil dudas en si rozar la no-masculinidad y llevar una campera, o ser macho y dejarla, me decidí por no ser boludo y agarrar la campera. Los ojos se me cerraban del cansancio, no tenía piernas para caminar las diez cuadras. Dejamos el micro con la esperanza de que esté ahí cuando volviéramos. La gente marchaba entre apurada y ansiosa a ver al ídolo, el tipo por el que tanto recorrieron. Se remataban los últimos vinos, se meaban las últimas paredes, sonaban los últimos temas con la guitarra de Skay a pleno, algo que no sucederá (¿nunca más?). Mientras agacho la cabeza para que las luces de la ruta no me golpeen de frente en la vista, voy pisando una y otra latita. La ciudad era un mugrerío y solo algunos recogían sus basuras. Esas cuadras hasta la entrada se me hicieron largas entre el polvillo, el “vamos a volver” y la murga de los renegados. Me encontré con un compañero, lo abrasé como si fuéramos carne y uña, como si estuviéramos en el trabajo, con la misma felicidad. “Estoy de la boina”, aclaró. No se me ocurre otra manera de sentirlo.

20:21. 
Con solo decir que no entendíamos donde estaba el escenario y donde estábamos nosotros debería alcanzar para graficar lo grande y lleno que estaba el hipódromo. Era una dimensión ricotera dentro de Tandil. ¿Todos estos serán Redonditos? ¿Cuánto careta vino par la selfie? ¿Cómo será el ninguneo que nos pegarán los medios? Mientras charlaba de laburo con los pibes, pasaban los apurados que querían verlo de cerca, los que venían de turistas, fantaseados con todo, y las familias, que se nos acomodaban alrededor. Estaba a minutos de mi primer encuentro con el tipo que me hizo cantar toda la adolescencia que “vivir solo cuesta vida”, pero que me lo materializó en un fin de semana. Recién en ese momento estuve ansioso.

21:15. 
Faltaban 15 minutos para el horario estipulado, que suponía que sería falso. De golpe, entre charlas de si sería el último recital o habría uno más, si la policía es un buen laburo o la misma opción maligna de siempre, aparece, entre gritos de fanáticos, el Indio. Solo, con las luces prendidas, con un tono de persona mayor, hablando bajo. Me hizo recordar a Bayer o Galasso, que  cuando hablan, todos los queremos escuchar. Pidió la palabra y confirmó su enfermedad. “Mister Parkinson me está pisando los talones”, bromeó mientras la voz se le quebraba. Pensé que iba a decir que estábamos en el último recital de su carrera, pero soltó un “no me van a bajar tan fácil de los escenarios” y sonreímos. Pero hasta ahí, porque el ídolo tiene Parkinson y eso no es cosa alegre. Continuó hablando de la banda, los cambios que sufrió y prometió volver en un rato con el show. Me aumentó la ansiedad, pero con un dejo de tristeza. Por más que salga el Indio, ya no será todo el año carnaval.

21:30. 
Puntual. El Indio es un ídolo puntual. Clavadas las 21:30 se apagaron las luces y se escuchó la presentación. En ese momento me agarró un tibio miedo, un cagazo emocionante. Me sumé a los gritos con la incertidumbre de lo que vendría. Los primeros acordes de “Nuestro amo juega al esclavo” me volaron la cabeza, al punto que no sabía que tema estaba sonando. Empecé a gritar como un salvaje, con pasión, casi con locura. La primera frase me bajó a tierra: “Mucha tropa riendo en las calles”. Pum, al mentón. De ahí a repensar todo, a entender. A nunca claudicar en el conocimiento. El ídolo no solo nos habla, sino que nos tira un mensaje cargado de política, de conciencia social. Violencia es mentir se nos hace carne. Nos miramos con mi amigo y sonreímos, mientras buscamos aire para nuestros cuerpos cansados. No sé si estaba pensando lo mismo, pero lo vivía igual que yo.

23:34. 
Después de dos horas de un gran recital, con momentos bien redondos y otros tantos solistas, llegó el momento del pogo más grande del mundo. Al cabo de “Flight 956” estábamos listos para revolear nuestros cuerpos. Solo me quedaron las ganas de escuchar "To Beef or not to Beef", quizás el momento era bueno, que sé yo. Pero no me podía quejar, el Indio estuvo enchufado, dejó algunas perlas como “Es to to todo Amigos” para que nos quememos el bocho en la semana y nos hizo bailar con “El Charro Chino”. Así llegamos a "JiJiJi" y su virulenta locura. De golpe, con los primeros acordes, toda la energía que me quedaba parecía querer huir de mi cuerpo. Con el estribillo flipé, entré a saltar como un enajenado sin saber bien lo que hacía, pero sin poder parar (ni querer hacerlo). Paramos para respirar y otra vez. Agitados todos, nos encontramos riendo de la locura. Última y vibrante vez. Ya está, se terminó y apenas respiraba. Lo di todo y no sé cuanto sentido tuvo. No sé bien de qué trata la letra ni porque dice algunas cosas que dice. Lo que sabía es que durante cuatro minutos salté sin sentido y estaba feliz. ¿Acaso la vida no tiene mucho de eso?

23:42. 
La gente se retiraba tranquila, caminaban y se abrazaban, reían. De golpe los fuegos artificiales, grandes, acordes al acontecimiento. Uno de los pibes apura, como si no pasara nada. Yo caminaba medio de costado para ver los fuegos. Los demás hacen lo mismo. Miramos para atrás, tranquilos. Y no solo es ese momento, es todo lo que nos pasó, lo que dejamos y nos llevamos de la experiencia. Esto no es un recuerdo mortal, no es un cuadrito en el mar de los pensamientos, esto es germen, es algo que se nos metió adentro. Quizás nunca más lo volvamos a ver, quizás nosotros no nos volvamos a ver, pero ya tenemos esto adentro. Otra forma de mirar, unos lentes a estrenar. Para adelante estaba la vuelta durmiendo y la llegada al barrio con una charla en la esquina con mi amigo, para cerrar la velada, para estirar ese momento y empezar a saborearlo adentro. Pero la noche terminó cuando pudimos mirar para atrás y no nos hicimos piedra. Al contrario, ese viaje redondo nos floreció.