sábado, 25 de junio de 2016

Ayer se fue El Negro.

 “Es la tercera vez que hacemos esto”, dije casi enojado en la mesa entre amigos y familiares del  Negro. Siempre que estoy ahí  me siento en casa. Tranquilo, pero algo nervioso, seguí bebiendo del vaso de cerveza. “El clima está tenso”, dijo Alejandra, la mamá, que es como mi mamá. No queríamos estar así, pero que se le va a hacer.

 El Negro empezó a viajar en enero de 2011. La primera vez partió al norte sin fecha de regreso. Volvió más de un año después, algo cambiado pero como siempre, con la misma chispa. La noche del regreso me acosté tarde, algo borracho. Estuvo unos meses del 2012 y se volvió a ir. Nos juntamos casi todos a despedirlo. No me olvidaré nunca el abrazo que nos dimos bajo un techito por la lluvia. “Hasta la vuelta hermano”, le dije entre agua y tristezas y me mojé camino a casa. No lo vi por tres años. Fue la lluvia más puta de mi vida. 

 En noviembre pasado volvió una mañana. También con lluvia, también mojados. Otra noche para quedar un poco borracho y dormir poco. El tiempo es frágil a veces, cuando me quise dar cuenta ya se iba. Y ahí estábamos de nuevo, compartiendo la mesa, compartiendo la tristeza. Pero no faltaron las risas, los amigos y las corridas. Tampoco la cerveza y el fernet. No había mucho más puesto en juego.

 Los pibes se fueron yendo. De a poco el reloj nos empezó a jugar una mala pasada. Un reflejo de mierda, una confusión. Solo quedaba un culo de cerveza caliente y pocas ganas de terminarlo. Porque no era solo un vaso. Era el poco tiempo que faltaba para volver a abrazarnos hasta la próxima. Como una cuestión cíclica, como un laberinto de tiempo que no nos deja salir. Aunque tampoco queremos hacerlo.

 Me tomé el final de la noche, me puse el buzo, luego la campera, estaba listo para salir. En la puerta nos volvimos a abrazar, con el cariño de siempre, con la misma sensación: la de la puerta abierta.  Algo que solo se cerrará cuando vuelva a llamarme para avisar que está por el barrio.