viernes, 26 de abril de 2024

UN BIFE PUDRIÉNDOSE EN LA MESADA

 A fines de los 90 el que no se había caído del sistema estaba a punto, en la cornisa, pisando cáscaras de banana. Una época de cambio, de transición, que transformó al país y a su gente. El trabajo escaseaba  mientras que el mundo parecía ir en otra dirección. Mientras tanto, en Lanús, mi viejo no tenía heladera. 

   La década del 90 en Argentina terminó cuando entre la justicia y el pueblo le negaron la re-reelección al Turco. El presidente de la nación quería que le habiliten un mandato más y así mantenerse por 14 años en el sillón de Rivadavia. Con él se fue la década del “deme dos”, los grasosos viajes a Miami, la convertibilidad y la fallida revolución productiva.

  Para 1999 el país era un caos. La tasa de desempleo crecía y se notaba en la calle. Mi viejo laburaba hace rato como ingeniero en una empresa que vendía mallas metálicas para separar la nafta del agua en aviones y otras aeronaves. Con los beneficios cambió el coche, reparó todo lo que pudo la casa y afrontó con dignidad económica la separación amorosa con mi vieja, aunque hubo algunos inconvenientes lógicos e inevitables.

Yo estaba en séptimo grado, mis días eran de fuego y Racing no ayudaba. Viví en Lanús hasta agosto que me mudé a Lomas con él. Hacía casi dos años que estaba en la casa de la pareja, un lindísimo chalet muy cerca del Parque y de la casa de mis abuelos. La vida se me dio vuelta y pasé de ser el niño mimado a uno más de la selva. Un cambio en el guión que me voló la mente. ¡Rock and Roll y fiebre!

  Omar, en cambio, surfeaba entre el trabajo, cuidarme, cuidar su relación amorosa y una casa que le volvió cuando murió mi vieja. La llave se la dieron unos días después y cuando entramos se encontró con un panorama que no imaginaba. Tuvo que ser fuerte y manejar broncas y tristezas para poder pensar con claridad qué hacer.

  A la semana de haber tomado posesión trasladó un par de cosas hacia Lomas. Entre las más importantes estaban la heladera y mi televisión. Obviamente me dejó tomar la decisión a mi, porque “son las cosas de Federico” fue su lema. Entonces la casa quedó muy vacía y por momentos era un espacio insalubre para ambos.

  Al principio íbamos solo los findes, calculo que él se encargaba de hacer alguna escapada en la semana. Pero después me dio las llaves de la casa, las primeras que tuve en mi vida, y fue como hacerme crecer de golpe. Y no fue solo la llave que abría la puerta principal, ¡Omar me dio todas! Hasta las del garaje. Tuve que aprender cada una y saber cómo usarlas. Era un manojo enorme y muy pesado, física y simbólicamente, para un pibe de 12 años.

  Iba cuando salía del colegio y esperaba en la casa, que era mi casa y después también lo fue, que vengan por mi. O iba de un amigo y a la tarde me daba una vueltita para ver si todo estaba bien. A veces comíamos algo ahí y Omar solía dejarme galletitas y latas de gaseosas que se tomaban tibias ya que no había como enfriarlas.

  En todo ese quilombo le avisaron que la empresa de al lado de donde trabaja iba a comprar la suya. Y por una política laboral solo iba a mantener a algunos empleados. Indemnización y chau pinola. Muy década del 90. Para los primeros meses del 2000 mi viejo se quedaría sin trabajo, a los 48 años y después de más de 15 años de servicio. Arrancar de cero después del tendal, con un pibe sin madre y miles de obligaciones.

  Imagino que sería por eso que la mala alimentación y los cigarrillos crecían en su vida. Corriendo de acá para allá, con poca ayuda y muchos bardos un día decidió que lo mejor era comer algo en la casa de Lanús para después de almorzar irnos a Lomas. Un cambio de planes de último momento hizo que me pasara a buscar por el colegio y que nos fuéramos directamente. El dato: era viernes y había dejado un bife en la mesada para que vaya perdiendo el frío que traía.

  Contó después que el bife se puso verde después de estar perdiendo frío y composición por tres días en la mesada de la cocina. La casa no le perdonaba tanta soledad. Recuerdo esos momentos y pienso en el esfuerzo que hizo para cuidarme y que solo tenga en la mente el bife, la casa y las llaves.

  Con el tiempo la cosa no mejoró y una mañana de febrero lo encontré en la cocina de Lomas leyendo los clasificados. Todos pedían cadetes jóvenes, si tenían moto, mejor. Un dejavu de nuestro presente. Hoy todos podemos ser Omar y su apuro para tapar agujeros, olvidándonos nuestros bifes en la mesada.


https://www.youtube.com/watch?v=mI5jnUSA9Ag


viernes, 5 de abril de 2024

ESCAPARATE.

La secuencia de esperar un premio, un regalo, o un simple diario, como si fuera un preciado objeto que no entendía como para otros podía tener fecha de vencimiento. Mis primeros pasos en el periodismo, negándolo, tratando de que sea un hobby. Quizás algún día fue una idea para salir a trabajar al mundo, con todos los condimentos que exige cualquier sociedad con los trabajadores. El final de un oficio y las nuevas formas de distribución, todo junto como un combo de post-modernidad.

 Que los puestos de diarios estén en la calle siempre me pareció una genialidad. No son un local, no es venta ambulante. Son estructuras que están sobre las veredas que ahora resisten contra el tiempo. Toda la plata de un negocio duerme en una esquina y a veces no duerme, porque hay algunos que nunca cierran. Salen de lo común, piénsenlo. Po eso se llaman escaparate.

  Alguna vez, en mi efervescente juventud, quise tener uno. Bah, laburar uno. Cuando empecé a trabajar en el buffet me imaginaba mil mundos mejores en el ámbito laboral. Y eso que al principio no estaba mal, no me parecía un laburo malo. Pero quería otra cosa, tenía aires de libertad, creía en un mundo mejor. Con el tiempo me di cuenta que era un problema de entendimiento.

  Para mi era ir a trabajar, hacerlo lo mejor posible, encontrar pequeños huecos que funcionen de respiraderos, de ventanas soleadas en invierno, y volver a casa para vivir la vida. Ese mecanismo creía que me llevaría a lugares mejores, a armar una carrera laboral, a que alguien diga “che, este pibe vale” y pueda desarrollar mi potencial increíble (que ni yo sabía que existía).

  No recuerdo bien cuando se rompió, pero estoy seguro que fue en el buffet. No había pasado mucho tiempo entre mi comienzo laboral y la desilusión. Entonces cualquier idea de salir del castillo que se había derrumbado era potable. La única concreta fue la de trabajar en una pizzería de Lanús, ya que el dueño era conocido de una amiga y pegamos onda charlando de fútbol. No se dio porque era de noche y yo quería estudiar. Sabia internamente que si me desenganchaba no pisaba nunca más una facultad.

  En el revoleo mi tía Lili me trajo una revista que me dejó flasheado: “El Diariero”. Era una publicación del mundo de los canillitas que tenía buena info, entrevistas con los gremios y una larga lista de escaparates en venta. Cuando leí eso fue un quiebre, me guardé la revista y la revisaba tranqui en casa, más soñando que pensando.

  Había escaparates que se vendían por 100 lucas pesos (calculen que un sueldo promedio en 2007 era de 800 pesos, bueno el mío era más bajo, obvio). Una verdadera locura, pero tenía un sentido: nunca paraban. Son esos puestos que están en Capital y jamás cierran, onda farmacia. Para mi vendían falopa, pero en realidad cada escaparate está regulado y tiene un horario. No apuntaba a tanto.

  Me gustaba uno que tenía unas 12 horas, pero siempre fue un tema levantarse tan temprano. Me imaginaba despertar tarde y correr para entregar tarde los diarios, que Don Pepino del barrio Pinchila me cuestione que cuando se levantó no tenía el Clarín, que en los días que enfermara tendría que tener un reemplazo… Me pareció mucho.

  Mi sueño terminó cuando comencé a estudiar periodismo y el buffet encajaba bastante bien en el diagrama semanal de mi vida. No había que cambiar nada. Seguía enamorado del oficio de canillita pero me alcanzaba con pasar a comprar el diario y saludar a Jorge, el diariero de mi barrio. Con el tiempo descubrí que era hincha de San Lorenzo y que pensaba como yo en un montón de cosas.

  Paraba a la mañana y me quedaba charlando unos minutos. Cuando no laburaba fijo y tenía el día libre me podía quedar una hora charlando con él. Era un hombre mayor, la tenía clara en un montón de cosas y odiaba a Clarín como todo canillita que se vio perjudicado por el monopolio. Tenía un Dodge 1500 naranja que portaba algunos magullones, algunas veces nombraba a la mujer, pero no recuerdo su nombre, vivía en Capital y se venía a Lanús.

  Era un hombre bueno. Simple. Un día casi nos ponemos a llorar juntos. Se había muerto una persona muy importante y los dos estábamos tocados. Recuerdo ese momento con nitidez, fue cuando sellamos la amistad y nos dimos la mano para siempre. Hace unos años dejó el puesto. Ojalá esté disfrutando de la vida.

  Hace poco pasé por la esquina de su escaparate. Ya no estaba la estructura. Ese puesto desapareció. Así como está desapareciendo el periodismo serio también lo hacen los escaparates. El noble oficio de canillita está en extinción. No es solo un trabajo, es todo lo que se despliega de estar en la calle, ser un poco el termómetro del pueblo, ofrecer una sonrisa con información y decir a los que no quieren ser amables qué les parece el clima.

Así como se muere el periodismo que conocemos se muere también quienes distribuían ese material. Hoy todo se pasa por link y somos nuestros propios canillitas. El juego está abierto señores y señoras, hay campo libre para desbordar.