Una vez una amiga abortó. Y fue ilegal, claro. ¿Seguro? Ni a
palos. Gratuito ni hablar, tuvo que salir a pedir guita por todos lados. Estaba
en juego su salud, su relación y gran parte de su futuro. Ella lo decidió, yo
intenté ayudar. No pude.
Un jueves a la una del mediodia tenía turno con un abortero
que se hacía pasar por respetable médico. Nadie se lo imaginaba si caminaba por
la puerta del consultorio, pero varixs lo sabían. Entre las mujeres se pasaban
el dato. Los hombres las esperaban en la puerta, si es que las acompañaban.
Y yo, que en esta historia tengo un papel ultra secundario,
esperé sentado en la entrada del rectorado de la Universidad de Lomas, con la
bandeja bajo el brazo (¡como te extraño querida!), después de llevar un pedido
a una oficina. En la mano derecha tenía un pucho que me lo guardaba para cerrar
la tanda, lo fumé en un pedo y me quedé pensando.
Mientras mi amiga se hacía la interrupción del embarazo con
esxs siniestrxs, yo no puedo más que fumar y pensar en ella. Pienso que la
madre y el padre no saben donde está. Que el novio labura y que solo una amiga
la espera en una camioneta. Cuando salga se ira a la casa de ella a descanzar,
a olvidar lo que hizo.
Yo seguí un rato largo sentado, nervioso, fumando puchos de
más, pensando que a mi amiga le podía pasar cualquier cosa y nada iba a ser
seguro. Incluso no tendría seguimiento luego de la interrupción del embarazo.
Sufrí un largo rato. Intenté volver al trabajo como si nada pero no pude.
¿Quién me aseguraba que el negociante de la salud que la
operó sabe lo que hace y la va a dejar bien? ¿Quién me aseguraba que no se iba
a morir en la camilla, desangrada? ¿Quién me podía asegurar que esa gente que
la operó iba a dar la cara con la familia? ¿Quién me saca de la cabeza que yo esa
tarde no fui parte y encima no pude más que fumar con la bandeja abajo del brazo?
¿Quién me puede decir que esa tarde no me rompí un poco, no descreí de todxs?
Yo tengo la respuesta. Vos también.
Por eso mañana, que sea ley.