viernes, 20 de octubre de 2023

ENCENDEDOR ROJO

 Un amigo que fue policía un día me trajo un encendedor rojo. Cubrió un partido del ascenso y me lo obsequió. Él lo tomó prestado del piso, después de que otro agente se lo retirara prudencialmente y de buena manera, de mutuo acuerdo, a un hincha de Chicago que se quedó sin lumbre para encender su cigarro de tabaco.

  La cosa es que el rojo es un color que no me gusta para nada. Cuestiones futbolísticas, obviamente no es algo contra el color. Es una cosa que se lleva en la piel. ¿Mi sangre? Colorada, de rojo no tengo casi nada. Es una ley no regalarme nada con ese color ni intentar que me ponga algo que lo contenga.

  Hay una remera manga larga que era de mi viejo bastante buena que me pareció prudente no termear y retenerla.   A los veinte me puse una cintita que me duró tres años, para cortar la envidia. Creo que logró su cometido, lo volvería a hacer. Uno no cree en brujas pero que las hay, las hay. También tengo la camiseta del Arsenal con el número cuatro de Cesc Fabregas, una belleza que no es profesional pero es la mejor imitación del planeta. Son excepciones a la regla, solo eso.

  Y el encendedor podría ser la cuarta excepción. Es de la marca de las tres letras, la de las lapiceras, la buena. Hoy cotizan fuerte, la inflación y la chatarra que viene de otros lares hizo que sean un elemento preciado. Debo decir que, para mi, son los más lindos. No hay con qué darles. De los que podes comprar en el quiosco son los mejores. Los Maradona de los encendedores.

  Como es un regalo de un amigo (lo haya tomado de la forma que lo tomó le da un condimento entre turbio y amoroso) es especial. Entonces lo cuido, lo tengo guardado en un lugar secreto de la casa y casi nunca lo pongo en la cocina, el espacio donde puede ser utilizado para vulgaridades como prender la hornalla o el calefón. Para eso están los fósforos, que son tan palurdos que vienen acompañados de 200 más en una cajita.

  Lo tengo guardado para ocasiones exclusivas, como prender esos churritos paraguayos que ya no pegan pero que me hacen tirar humo. La salvación de caer en el vicio del cigarro otra vez, después de tanto batallar, tanto aguantar. También le da calor del bueno a la pipa que hace años se recarga para volar por los aires, aunque ya no tan seguido. Es el escape a esta realidad, con medio cogollo y el fuego sagrado del encendedor rojo todo puede pasar.

  Es también quien enciende la antorcha de papel de diario para que queme las roscas que están hechas del mismo material, que a su vez encenderán madera para que a su vez enciendan el negro carbón traído de la verdulería de Silvia. El comienzo de algo magnífico: el fuego para asar. ¡Quién pudiera tener tanto protagonismo!

  Sale para esas cosas y vuelve a su lugar, no hay mucha vuelta. Tiene tres zonas para habitar: el espacio secreto, el techito de la parrilla o mi bolsillo. Hay veces que pienso que es un simple encendedor, que de una escapada al quiosco más cercano consigue otro igual. Esas son las horas que bajan, donde el encendedor se pone a morir. Trato de negarlo, pero es así. La inevitable tendencia a quedarse sin gas. Todo es tristeza y decepción. Ríen los fósforos, un desaire sin sentido se arroja sobre mi.

  Está con poco fuego, le cuesta chispear. Ya no es la llama sagaz y encendedora que prendía fuego lo obvio. Lo uso para lo indispensable. Compré uno verde de esos baratines por las dudas, una compra dolorosa. El final del gas se acerca y la lumbre que nos unió se va a terminar. El único calor que quedará es el de mi amor. 

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