La secuencia de esperar un premio, un regalo, o un simple
diario, como si fuera un preciado objeto que no entendía como para otros podía
tener fecha de vencimiento. Mis primeros pasos en el periodismo, negándolo,
tratando de que sea un hobby. Quizás algún día fue una idea para salir a
trabajar al mundo, con todos los condimentos que exige cualquier sociedad con
los trabajadores. El final de un oficio y las nuevas formas de distribución,
todo junto como un combo de post-modernidad.
Que los puestos de
diarios estén en la calle siempre me pareció una genialidad. No son un local,
no es venta ambulante. Son estructuras que están sobre las veredas que ahora
resisten contra el tiempo. Toda la plata de un negocio duerme en una esquina y
a veces no duerme, porque hay algunos que nunca cierran. Salen de lo común,
piénsenlo. Po eso se llaman escaparate.
Alguna vez, en mi
efervescente juventud, quise tener uno. Bah, laburar uno. Cuando empecé a
trabajar en el buffet me imaginaba mil mundos mejores en el ámbito laboral. Y
eso que al principio no estaba mal, no me parecía un laburo malo. Pero quería
otra cosa, tenía aires de libertad, creía en un mundo mejor. Con el tiempo me
di cuenta que era un problema de entendimiento.
Para mi era ir a
trabajar, hacerlo lo mejor posible, encontrar pequeños huecos que funcionen de
respiraderos, de ventanas soleadas en invierno, y volver a casa para vivir la
vida. Ese mecanismo creía que me llevaría a lugares mejores, a armar una
carrera laboral, a que alguien diga “che, este pibe vale” y pueda desarrollar
mi potencial increíble (que ni yo sabía que existía).
No recuerdo bien
cuando se rompió, pero estoy seguro que fue en el buffet. No había pasado mucho
tiempo entre mi comienzo laboral y la desilusión. Entonces cualquier idea de
salir del castillo que se había derrumbado era potable. La única concreta fue
la de trabajar en una pizzería de Lanús, ya que el dueño era conocido de una
amiga y pegamos onda charlando de fútbol. No se dio
porque era de noche y yo quería estudiar. Sabia internamente que si me
desenganchaba no pisaba nunca más una facultad.
En el revoleo mi tía Lili me trajo una
revista que me dejó flasheado: “El Diariero”. Era una publicación del mundo de
los canillitas que tenía buena info, entrevistas con los gremios y una larga
lista de escaparates en venta. Cuando leí eso fue un quiebre, me guardé la
revista y la revisaba tranqui en casa, más soñando que pensando.
Había escaparates que se vendían por 100
lucas pesos (calculen que un sueldo promedio en 2007 era de 800 pesos, bueno el
mío era más bajo, obvio). Una verdadera locura, pero tenía un sentido: nunca
paraban. Son esos puestos que están en Capital y jamás cierran, onda farmacia.
Para mi vendían falopa, pero en realidad cada escaparate está regulado y tiene
un horario. No apuntaba a tanto.
Me gustaba uno que tenía unas 12 horas, pero
siempre fue un tema levantarse tan temprano. Me imaginaba despertar tarde y
correr para entregar tarde los diarios, que Don Pepino del barrio Pinchila me
cuestione que cuando se levantó no tenía el Clarín, que en los días que
enfermara tendría que tener un reemplazo… Me pareció mucho.
Mi sueño terminó cuando comencé a estudiar
periodismo y el buffet encajaba bastante bien en el diagrama semanal de mi
vida. No había que cambiar nada. Seguía enamorado del oficio de canillita pero
me alcanzaba con pasar a comprar el diario y saludar a Jorge, el diariero de mi
barrio. Con el tiempo descubrí que era hincha de San Lorenzo y que pensaba como
yo en un montón de cosas.
Paraba a la mañana y me quedaba charlando
unos minutos. Cuando no laburaba fijo y tenía el día libre me podía quedar una
hora charlando con él. Era un hombre mayor, la tenía clara en un montón de
cosas y odiaba a Clarín como todo canillita que se vio perjudicado por el
monopolio. Tenía un Dodge 1500 naranja que portaba algunos magullones, algunas
veces nombraba a la mujer, pero no recuerdo su nombre, vivía en Capital y se
venía a Lanús.
Era un hombre bueno. Simple. Un día casi nos
ponemos a llorar juntos. Se había muerto una persona muy importante y los dos
estábamos tocados. Recuerdo ese momento con nitidez, fue cuando sellamos la
amistad y nos dimos la mano para siempre. Hace unos años dejó el puesto. Ojalá
esté disfrutando de la vida.
Hace poco pasé por la esquina de su
escaparate. Ya no estaba la estructura. Ese puesto desapareció. Así como está
desapareciendo el periodismo serio también lo hacen los escaparates. El noble
oficio de canillita está en extinción. No es solo un trabajo, es todo lo que se
despliega de estar en la calle, ser un poco el termómetro del pueblo, ofrecer
una sonrisa con información y decir a los que no quieren ser amables qué les
parece el clima.
Así como se muere el
periodismo que conocemos se muere también quienes distribuían ese material. Hoy
todo se pasa por link y somos nuestros propios canillitas. El juego está
abierto señores y señoras, hay campo libre para desbordar.
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