“Es la tercera vez que hacemos esto”, dije casi enojado en
la mesa entre amigos y familiares del
Negro. Siempre que estoy ahí me
siento en casa. Tranquilo, pero algo nervioso, seguí bebiendo del vaso de
cerveza. “El clima está tenso”, dijo Alejandra, la mamá, que es como mi mamá.
No queríamos estar así, pero que se le va a hacer.
El Negro empezó a viajar en enero de 2011. La primera vez
partió al norte sin fecha de regreso. Volvió más de un año después, algo
cambiado pero como siempre, con la misma chispa. La noche del regreso me acosté
tarde, algo borracho. Estuvo unos meses del 2012 y se volvió a ir. Nos juntamos
casi todos a despedirlo. No me olvidaré nunca el abrazo que nos dimos bajo un
techito por la lluvia. “Hasta la vuelta hermano”, le dije entre agua y
tristezas y me mojé camino a casa. No lo vi por tres años. Fue la lluvia más puta de mi vida.
En noviembre pasado volvió una mañana. También con lluvia,
también mojados. Otra noche para quedar un poco borracho y dormir poco. El tiempo es
frágil a veces, cuando me quise dar cuenta ya se iba. Y ahí estábamos de nuevo,
compartiendo la mesa, compartiendo la tristeza. Pero no faltaron las risas, los
amigos y las corridas. Tampoco la cerveza y el fernet. No había mucho más
puesto en juego.
Los pibes se fueron yendo. De a poco el reloj nos empezó a
jugar una mala pasada. Un reflejo de mierda, una confusión. Solo quedaba un
culo de cerveza caliente y pocas ganas de terminarlo. Porque no era solo un
vaso. Era el poco tiempo que faltaba para volver a abrazarnos hasta la próxima.
Como una cuestión cíclica, como un laberinto de tiempo que no nos deja salir.
Aunque tampoco queremos hacerlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario